MADRID COMESTIBLE
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YO… ¡UN VINITO!

No puedo entender cómo en este Madrid tan superfashion, tan felizmente lleno de bares, gastrobares, wine bars, todos ellos repletos de diseño… en este Madrid de tascas y tabernas que rezuman encanto, tradición y alegría… en este Madrid donde parroquianos de toda la vida, ejecutivos y brokers de ahora, obreros de la construcción de antes (ya saben, la crisis…) padres de familia, modelos superguay… Todos, cuando llegan a colocarse ante la divina barra de un establecimiento, coinciden en una expresión: «Para mí, un vino», por diferentes que sean sus profesiones, status, edades, poderes adquisitivos, o aspectos. Salvo honrosas excepciones, casi nadie pide un vino de Madrid, ya no una marca, sino una zona. Seguro que luego, si van a un bar de copas, a un chill out, para tomarse unos gin tonics, marean al barman solicitando diferentes marcas de ginebra, de tónica y hasta de la «guarnición» (ahora un gin tonic se ha convertido en un plato combinado, casi, con todo tipo de materias primas flotando en el interior de la hermosa copa). Si Pelayo quiere unas bayas de enebro y clavos de olor en su copa, su chica prefiere la frescura cítrica de una piel de mandarina y un poco de jengibre fresco. 

Una verdadera lástima e incluso -si me lo permiten- una verdadera catetada. Es rabiosa tendencia consumir productos cercanos, ya saben, el kilómetro 0, la ecología, la agricultura orgánica, por tanto, pedir un vino, sin más, no resulta nada moderno. Es remontarse a los años en los que las tascas capitalinas estaban repletas de vinos peleones de Valdepeñas, con más uva blanca que negra, de ahí lo de tinto (de teñir). En Madrid, desde hace unos años, se está viviendo una verdadera revolución enológica y hay vinos de gran calado. Blancos de uva albillo con nombres tan sugerentes como Picarana, o Pies Descalzos, que harían las delicias de todos. ¿Se imaginan a la novia de Pelayo llegando a una barra y pidiendo una copa de Pies Descalzos? Si yo fuera chico, me enamoraría inmediatamente de ella. Ambos vinos proceden de una bodega de San Martín de Valdeiglesias llamada Marañones, ¿homenaje a Don Gregorio? ¿O, por ejemplo, al propio Pelayo que es broker de lujo, pidiendo una copa de Treinta Mil Maravedíes? Si yo fuera más joven me sentiría inmediatamente atraída por la sensibilidad, cultura y sentido del humor -además del buen gusto porque es un vino estupendo- del tipo en cuestión y me reconciliaría con su profesión. Y no solo eso, cuando le cuente a su chica que esos 30 000 maravedíes fue los que pagó D. Álvaro de Luna a los frailes del Convento de Santa María, en San Martín de Valdeiglesias, por sus viñedos, no podría resistir la tentación de darle un beso en los morros. Ya ven ustedes qué fácil es ligar en la barra de un establecimiento madrileño si se piden las cosas por su nombre.

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Periodista y escritora. Premio Nacional de Gastronomía.

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